lunes, 16 de agosto de 2010

Mi falda


Despertamos con toda la ropa arrugada y tan fría que se diría, había pasado la vida en un río. El cuello del chico permanecía caliente pero sus pies desnudos, estaban helados de toda la noche. El tren hacía la primera parada de la mañana, aquel chillido de frenos no le molestaba. Me acerqué a la ventana, recompuse como pude mi peinado: el chico seguía tendido sobre su espalda con los ojos entreabiertos. Cogí sus pies amoratados y los coloqué bajo mi abrigo. Allí fuera, el bosque no era diferente al que se había quedado atrás, cuando había atardecido. Era el mismo bosque lleno de barro, de árboles inmensos que aún bajo la hostilidad del cielo férreo, conservaban sus hojas, su sombra y su brío.
Se colaba por el hueco del cristal el olor de la tierra del olvido. En aquel país lejano, donde uno era tan mudo como idiota, el pan sabía a mañana y la luz, me delataba el aire virginal como en cada misa de domingo.


lunes, 2 de agosto de 2010

Beast


Los sábados por la mañana mi madre nos llevaba a El Corte Inglés.
Bajábamos andando toda la calle Conde de Peñalver con una gran excitación: algo nuevo nos aguardaba en una de las plantas de aquel enorme edificio. A la hora de cenar, ya sabríamos lo que era, jugaríamos con ello, pero mientras duraba el paseo, hasta los árboles estáticos lo estaban de intriga.

Uno de esos sábados mi madre me compró el cassette de La Bella y la Bestia. Ella solía comprarnos la cinta de vídeo de todas las películas Disney en cuanto salían, pero el cassette se reservaba sólo para las grandes ocasiones. Mi madre había llorado mucho viendo esa película. Como a mi hermana le daba igual, aquella compra estaba sin duda dirigida a mi. No lo pensé.
Antes de volvernos a casa a comer pasamos al baño y yo insistí en entrar sola porque ya era mayorcita. En el camino de vuelta, subida toda la calle principal con parada en cada zapatería y juguetería del barrio, mi madre preguntó que dónde estaba el cassette nuevo, yo miré mis manos vacías y sin poder responder, tragué saliva por primera vez.

"Creo que me lo he dejado en el baño".


Volvimos.

Registramos todos los retretes pero la cinta ya no estaba. A mi madre se le dibujó un gesto distinto, me hizo comprender con su desánimo qué se siente al haber perdido. Ya no pude dirigirle la palabra en todo el día. Trataba de evadirme preguntándome por la niña que ahora estaría escuchando la cinta en mi lugar: si también tendría un radiocassette rojo y si, a la inversa, se acordaría de mi como la gran salvadora que había olvidado.
Sería un momento perfecto que las dos nos pensáramos al mismo tiempo, cada una en su papel.

Durante toda la semana quise pedirle perdón a mi madre pero sólo me salía el silencio.
Un día llegó a casa del trabajo. Siempre traía la cara fresquita de la calle y olía a mujer, a oficina y a instante.
Cuando salí a darle un beso, sacó del bolso una cosa.
Me la tendió despacio.
Descubrí tras el papel que era una cinta nueva, la misma que había perdido unas semanas atrás.
Quise ponerme contenta pero abracé a mi madre con pena, le dije que no tenía que haberlo hecho.
Mi madre contestó que deseaba oirme cantar todas las canciones del universo.



Nunca, mamá, me olvidaré de esto.