Volver de un viaje, acostarse en la cama de uno, cerrar los ojos para despertarse, mañana, en el hogar. Algunos viajes nos mueven las cosas de sitio, convierten las avenidas de nuestra ciudad en calles más estrechas y nuestras cocinas en estancias más grandes. Algunos viajes te ayudan, por ejemplo, a comprender mejor a tu madre.
Mi abuelo nunca ha viajado en avión y dice que nunca lo hará. Pero sospecho, al mirar ahora por la ventilla, notar el movimiento gentil del avión a través del aire y otear todas las luces, sin excepción, que alumbran las afueras de esta ciudad, que si mi abuelo se encontrara en esta situación, lloraría de misterio. Mi abuelo hizo la mili, suele hablar con voz fuerte, planta el puño en la mesa, manda y ordena todo lo que hay que hacer: pero absolutamente nada de esto le ha hecho del todo valiente.
El señor que tengo sentado a mi lado nunca ha conocido a mi abuelo, aunque puede que se cruzara con él, a los catorce años de edad, en algún punto de la Gran Vía, estando mi abuelo en la flor de su juventud. Pero tiendo a pensar que nunca se han visto y que éste, el de aquí al lado, el que observa a las azafatas sumido en la más grave de las confusiones, el que ha regalado todo tipo de consejos sobre el uso del aire acondicionado y la mesilla plegable de cada asiento, el mismo que se frota la cara con las manos y luego se huele la punta de los dedos, es algo así como un profesor que ha viajado solo a París por el mismo motivo que mi padre, en su día, viajó solo a Lanzarote.
Porque ha querido convertirse en amigo de si mismo.